Justo antes del 2000 escribí... (impensable entonces que con un móvil se podrían hacer entre otras muchas cosas fotos como las que véis )
<<Siglo XXI>>
Si algo me gusta de mi casa es
la vista del cielo y los tejados. Desde las alturas del piso, con un leve
esfuerzo me olvido del cemento, del asfalto y los coches de esta gran urbe que
es Madrid y me acerco, !pura ilusión¡, a otro mundo soñado de espacios
naturales y abiertos, añorados paisajes de mi infancia.
Aquél sábado de finales de
Septiembre, mientras desayunaba, iba escribiendo la lista de la compra semanal,
aunque centraba mi atención en las nubes que pasaban veloces por el ventanal
del salón. El día era peculiar y extraño,
ni veraniego ni otoñal. Tan pronto caían unas gotas de lluvia racheadas por un
ligero viento, como, al rato, se abrían claros de esplendor luminoso y soleado.
Yo no soy muy dormilón, así que,
era bastante temprano cuando tirando de mi carrito, salí de casa para hacer los
recados.
A esas horas mi barrio tiene un aspecto desolado y el primer saludo que
recibo es el de bienvenida de mi cajero automático. Con esa satisfacción que ya
apenas percibo por lo habitual, retiré el dinero que silenciosa y eficazmente
me proporcionó la máquina y me dirigí a
la galería de alimentación, directamente a la carnicería.
Mi carnicero es muy amable y
simpático. Además, algo me dice, que se ha solidarizado conmigo, con ese hombre
que viene a hacer la compra y que no entiende mucho de faldas y solomillos. Y
tiene razón, estoy en sus manos a la hora de elegir los mejores filetes.
Pedí la vez dirigiendo mi
pregunta a tres señoras, que charlaban entre ellas y acercaban la cabeza a la vitrina de cristal para ver más de cerca
las piezas allí expuestas. Una de ellas se volvió hacia mi y con una sonrisa
cortés y un movimiento de cabeza me indicó que ella era la última. Colgando de su brazo flexionado,
llevaba una bolsa de hule, y de ésta sobresalían dos barras de pan. Llegó su
turno y empezó a pedir carne picada, tocino fresco, un par de huesos y carne de
morcillo, "para el cocido" especificó, y justo cuando inspeccionaba
la pieza de ternera que le enseñaba el carnicero antes de picarla, una
amortiguada musiquilla de aparatito japonés nos puso alerta a todos.
Con alterada rapidez, la señora
metió el brazo dentro de la bolsa rebuscando en el fondo. Dio varios meneos al contenido y, para sí,
murmuró alguna interjección que no entendimos, aunque todos nos miramos
comprensivos ante tanto barullo acelerado. La tonadilla era tan desasosegante
que urgía a la acción. Por fin la mano surgió con un teléfono móvil salpicado
de harina y trozos de corteza del pan. La señora lo sacudió y mirándolo
atentamente, acertó a presionar uno de los
botones, tras lo cual acercó el aparato a su oído para escuchar la
llamada. Estábamos expectantes, incluso Santiago, el carnicero, detuvo la
ruidosa picadora. A las dos primeras frases supimos que la llamada no era
urgente; que no, no se olvidaría de los calabacines, que ya tenía el pan y que
había gente esperando detrás de ella. La verdad es que todos nos envaramos un
poco, sintiéndonos intrusos y disimulamos como pudimos dirigiendo nuestra
atención a los lomos y las chuletas de cordero.
Cuando salí de la galería de
alimentación y me dirigía hacia el estanco empezaba a lloviznar. Mi carro
traqueteaba sobre la acera y yo lo
levantaba en volandas de vez en cuando,
consciente del ruido molesto que podría despertar a medio barrio.
Al doblar la esquina del
estanco, en mitad de la acera, estaba una mujer. ¡Cielos! Como un flash que
iluminara una imagen en la oscuridad, se me apareció de pronto la viva estampa
de mi abuela, en aquellas fotos que tanto me gustaba ver de pequeño, guardadas
en una caja de zapatos. Sólo el hecho de verla me transportó a las calles
empedradas de mi pueblo, cuando corría por la mañana a por los churros para el
desayuno de los domingos.
Llevaba un bebé en los brazos,
toda ella vestida de negro con un pañuelo sobre la cabeza, una falda larga y un
mandil anudado a su cintura. Extendió su mano y me dijo algo que no entendí,
con un acento de no sé dónde, de Portugal, de Rumania o de alguna aldea perdida
entre los bosques asturianos. ¿Quién sabe? Le di una moneda y sorteando los
charcos que empezaban a formarse continué mi camino.
Ya en casa, me pasé el resto de
la mañana intentando poner orden aquí y allá. En un par de ocasiones la
oscuridad se adueñó del cielo. Unas nubes espesas de color gris oscuro y
ribetes morados inundaban la vista desde mi terraza ocultando el sol, aunque al
momento, por un resquicio entre ellas, aparecía de nuevo un haz de rayos
amarillos y brillantes.
Encendí el ordenador para
chequear el correo. Tenía dos e-mails. Uno de un amigo: "¡A ver si nos
vemos!" y otro de mi servidor de Internet: “¿Está preparado para el efecto
2000? ¡Consulte nuestra web!" Me apresuré a contestar al primero y borrar
el segundo.
Preparé ensalada para comer y
metí una lasaña congelada en el microondas. Quince minutos. Tumbado en el sofá
me dispuse a esperar a que se calentara la comida y mirando al cielo encapotado
me fui quedando adormilado.
Empecé a escuchar una melodía,
tan lejana que más parecía formar parte de mi ensoñación que de la realidad. Me
arrullaba de tal modo que iba cayendo en la inconsciencia inevitablemente,
aunque poco a poco, la melodía se fue haciendo más próxima, más insistente. Era
cautivadora, una voz macerada en una antigüedad que sólo existía en mis recuerdos.
Por segunda vez en aquella mañana me sentí transportado, o mejor, despertando
dulcemente en otro lugar, no estaba allí en el salón, no. Estaba en el pueblo,
en el regazo de mi abuela, en blanco y negro y en la suavidad apergaminada de
su piel y su olor a jabón y corral.
Abrí los ojos cuando la voz se hizo inmensa,
poderosa y cercana. Desde la terraza, el oscuro asfalto relucía en los charcos
donde el sol se posaba y allí vi de nuevo a aquella mujer, caminando
pausadamente en el aparcamiento solitario, con el niño en brazos, cantando su
melodía a los grandes edificios que la rodeaban y que ampliaban el sonido con
sus reverberaciones.
Sin dejar de cantar, extendía la
mano a los ocasionales y apresurados viandantes, ignorando que su mundo, su
siglo y su tiempo apenas cabían en éste. Sólo el sol y las nubes parecían
conjurarse para iluminar su camino.
Dentro de casa, el microondas se
paró con su timbre metálico, y al ir hacia la cocina, el teléfono sonó. Un
único timbrazo seguido de un chisporroteo y un pitido eléctrico.
Había olvidado desconectar el
módem.
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