Mi abuela deshojó una rosa y repartió con delicado temblor
los pétalos uno por uno entre las páginas de su misal. Yo era muy pequeño y
cualquier detalle me causaba asombro, pero aquello me pareció de lo más natural
y aún más, cuando me explicó que de ese modo la flor nunca moriría y que su
fragancia impregnaría las hojas del libro.
-Con el tiempo –siguió- cuando ya no te acuerdes de que la
habías puesto allí, volverás a coger el libro y, al abrirlo, el aroma y los
pétalos te hablarán en su mudo idioma de aquel momento pasado que también habrá
empapado las páginas-.
Entonces me llevó a su habitación y de una pequeña
estantería fue sacando libros viejos de pastas oscuras que encerraban multitud
de ellos de colores ya desvaídos. En cada libro guardaba una historia y un
recuerdo.
Los pétalos me fascinaron, me pasé todo el día
siguiente metido en su cuarto oliéndolos y observándolos. Algunos aún se
mantenían sedosos aunque la mayoría estaban apergaminados, frágiles y
quebradizos. Los miré al contraluz de la ventana y pude admirar las intricadas
redes de nervaduras con las que la naturaleza los había delineado. Sentí,
quizás por primera vez, el placer que me produjo la contemplación de algo bello
y minúsculo.
Mi interés desde entonces por la vegetación fue en
aumento y me quedaba absorto mirando desde una diminuta semilla hasta los
árboles más desmesurados. La geometría repetitiva de casi todas las plantas, la
simetría radiada de las corolas de las flores, la multitud de tonalidades y los
cambios que las estaciones les producían me maravillaban.
Empecé a atiborrar
las enciclopedias y los más gruesos tomos de casa con todo tipo de hojas,
flores, pequeños brotes y, como mi abuela, con algunas historias y recuerdos.
Me acostumbré a llevar, fuera donde fuese, un libro en el que aplastaba los
trofeos que furtivamente recolectaba de parques y jardines. Mis ojos, que se
habían hecho expertos descubridores de nuevas formas y colores, me llevaban de
acá para allá en un vaivén continuo. Y también me acostumbré a disfrutar de los
paseos, que convertí en expediciones de busca y captura de tesoros naturales y
espléndidos.
Hace
poco, un día de finales de mayo, una amiga que conocía mi pasión por las
plantas, me habló de un parque en el que un camino
flanqueado de cerezos japoneses llevaba hasta una pequeña pradera. Allí habían
plantado unos arbustos preciosos –me dijo- con unas hojas rojas increíbles. No
necesité más que eso para decidirme a dar un paseo a mediodía. Localicé con
facilidad el camino gracias a los tonos burdeos de los cerezos y por fin llegué
a la pradera de los arbustos. El sol estaba casi vertical y hacía bastante
calor. Las hojas de los matojos se veían rojizas a lo lejos y se tornaban de un
fucsia más llamativo allí donde el sol las iluminaba, pero descubrí con
decepción que, en la sombra, su color enmudecía hacia un marrón pardusco no
demasiado atractivo y, desgraciadamente, no podía capturar la luz del sol entre
las páginas de mi libro. Aún así cogí unas cuantas hojas y las puse dentro.
En
los arbustos crecían también unos mullidos penachos formados por multitud de
tallos tan finos como filamentos que daban la impresión visual de estar
difuminados. Se asemejaban asombrosamente a unas imágenes fractales calculadas
por ordenador que un amigo me había enseñado unos días atrás.
Al enfocar la
vista en uno de ellos para tratar de verlo con más detenimiento, me sorprendí
porque en realidad había enfocado, entre los filamentos, la figura de un hombre
que estaba al otro lado de la pradera. Se había sentado al sol sobre la hierba
y tenía el torso desnudo. Era algo musculoso y moreno, un deportista, pensé.
Por no parecer impertinente rodeé el matorral y puse de nuevo atención en los
penachos, dudando si coger o no uno de ellos para mi colección, pero enseguida
la curiosidad me hizo mirar al hombre otra vez. Tendría unos treinta años y no
se había percatado de mi presencia. Hacía movimientos acompasados con los
brazos, un ejercicio para fortalecer los músculos. Continué dando vueltas al arbusto intentando no mirarle pero mi curiosidad se imponía irrresistible.
Durante un instante que miró a izquierda y derecha hice ademán de girarme pues
creí que me veía, pero siguió con su mecánico movimiento cada vez más acelerado.
Entornaba los ojos y hacía alguna mueca con la boca, los músculos del brazo se
tensaban vigorosos y su cara brillaba de sudor. Cuando el ritmo se hizo
frenético no me cabía duda de que se estaba masturbando. Me sentía excitado y
tremendamente indiscreto, pero no quería perderme el final. Debió sentir
próximo el orgasmo, pues giró de nuevo su cabeza hacia ambos lados para
comprobar que no pasaba nadie. Yo seguía detrás del arbusto y pude ver cómo su
cuerpo se sacudía, se estiraba en éxtasis hacia arriba y, por fin, inclinándolo
hacia delante, dejaba fluir su semen como un amante sobre el césped.
Ya relajado se compuso el pantalón corto de deporte,
se incorporó respirando profundamente y empezó
a correr en mi dirección. Entonces me vio. Yo di un torpe paso en un
camino inexistente, aunque estaba casi paralizado de vergüenza. Él se dio cuenta de mi azoramiento y
consciente de haber tenido un espectador, se azoró a su vez y dudó de qué
camino tomar, aminorando el ritmo. Pero siguió corriendo hacia mi. En unos
segundos, al pasar a mi lado casi rozándome, cogió uno de los penachos del
arbusto y siguió corriendo con él en la mano hasta que le perdí de vista.
Seguí
inmóvil unos instantes y sentí la tentación de correr tras él porque algo en su
mirada al acercarse me reclamó, igual que el portento reticulado que se
llevaba. Me quedé dando vueltas a la idea de que aquel hombre, aquel amante de
la naturaleza, podría ser, quizás, algo más que un recuerdo repartido entre las
páginas de mi libro más íntimo, si es que me animaba a caminar para alcanzarle.
Continuará...
Precioso post. Sigue así.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Rafa
Me alegra que te haya gustado. Yo sigo... a ver que doy de mí en el futuro... Otro abrazo para ti Rafa.
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