domingo, 13 de enero de 2013

LOS ARTISTAS, NI EN LA CALLE


Hace unos días yendo con una amiga por la calle Fuencarral de Madrid vimos a un hombre, creo yo que chino, sentado con las piernas cruzadas y trabajando con las manos lo que parecían juncos y que luego él mismo nos aclaró que eran hojas de bambú.


Desplegados a sus pies había langostas y ranas  verdes a los que sin duda acababa de dar forma en la última media hora. Hacía bastante frío y costaba creer que alguien pudiera con aquel ir y venir de un aire bastante gélido, trabajar con las manos entrelazando aquél lío de largas hojas y modelar las formas de los animales con resultados más que aceptables. Estaba trabajando cuando hablamos con él en lo que parecía un pájaro y movidos en parte por la curiosidad y por las ganas de comprarle algo, le preguntamos cuánto tardaría en terminar el pájaro, a lo que él nos contestó con las manos y su breve vocabulario español, que diez minutos. Eso si la policía no pasaba y le permitía terminar, nos dijo. En realidad sólo dijo la palabra ¡Policía! pero entendimos. 

Al volver nos encontramos con esta simple maravilla



He hecho esta otra foto para que se vea mejor el entramado




y esta otra en la que he empezado a desvariar



y, no conforme aún, he ido a por el caleidoscopio 
para flipar con las siguientes:


 
que han quedado muy chulas ¿verdad? 

No sé qué diría el artista chino... de momento estoy siguiendo sus instrucciones y la estoy regando con un spray lleno de agua, aunque dudo mucho que llegue a poner huevos.


A lo que iba ¡qué triste es ver a los artistas en la calle inclemente! ¿no es cierto?... y ni ahí casi pueden, con la policía en-redando.  

Cada mañana me cruzo con unos músicos que deberían no tener que estar como esn. Escribí sobre ellos por una pequeña curiosidad...

El músico descalzo.


Voy a contar una curiosidad que parece más bien una historia de Haruki Murakami.

El vestíbulo donde se unen el intercambiador de autobuses y el metro que yo transito cada día, es un sitio privilegiado para los músicos ambulantes por la cantidad de gente que pasa continuamente.

Desde hace ya algún año se pone un señor muy mayor y grandote, sentado en una pequeña banqueta de tijera a tocar tangos con el bandoneón.  Los tangos, junto con algunas tonadillas de posguerra siempre me han producido una sensación desagradable, triste, nostálgica, de pérdida... no me gusta esa sensación.

Pues bien, el hombre toca sus tangos y yo paso raudo y veloz procurando no fijarme demasiado en la música, pero nunca lo logro, me es inevitable y casi siempre se me mete esa nostalgia en el cuerpo cuando entro en el vagón del metro. El hombre toca excepcionalmente sin llegar al virtuosismo, es extraordinario, pareciera que no lleva un ritmo ni cadencia alguna y que son sus manos las culpables porque sus dedos están deformados por la artrosis, supongo, pero si se le pone atención, surge la melodía impecable, cargada de sentimiento.

Un día, hace ya unos cuantos meses, en lugar suyo había un chico tocando el violín.

Como tengo yo una fijación desde niño con los pies, me fijé que, a pesar de estar en pleno invierno, el chico llevaba puestas unas sandalias con calcetines. Estaba de pie y tocaba música clásica,  no sé si con mucha maestría pero no sonaba mal.

Y así empezaron a alternarse durante todo este tiempo. No sé si se ponen de acuerdo o si cuando llega uno, si el otro ya está allí, entonces el que llega se tiene que buscar otro sitio donde tocar, porque nunca los he visto juntos. El chico de los calcetines tiene varios modelos de sandalias y pantuflas que cambia con regularidad y toca siempre alguna melodía clásica, con unas bases pregrabadas.

Una de las mañanas, antes de verle, escuchaba ya los compases de una pieza que me resultaba muy conocida, muy bonita, también muy triste. Me encantó cómo sonaba y cuando llegué a verle, al mirar, como siempre, sus pies, me sorprendió que estaba descalzo sobre las sandalias. Esto sucedía en febrero y hacía mucho frío en la calle. Si yo fuera Murakami seguro que os podría decir los títulos y autores pero he de reconocer que ni idea de qué música era y menos del autor.

Lo curioso de todo y lo que me lleva a contarlo es que la semana pasada el chico de los calcetines llevaba puestas unas zapatillas de deporte blancas y que desafinaba como un condenado, eran insoportables los agudos que no llegaban a la nota y que distorsionaban en todo el vestíbulo. Estuve a punto de decirle que se descalzara, pero me daba mucha vergüenza.