domingo, 31 de marzo de 2013

MARZO CAOTICO


¿Está marzeando o mayeando marzo?

Algunos días, que no todos, este mes de marzo ha mayeado, me hace pensar si marzeará mayo o se quedará tal cual y mayeará? 
En fin, un caos. 

Nosotros a lo nuestro, al lío, he aquí las fotos de marzo. 

Cuidado que aún están calientes!!!


No es el Ibex, pero casi, este tablón de anuncios de Aluche donde todo se compra, se vende, se alquila, se busca... y ya estamos en el primero de marzo.


 Muelles chinos para el día 2 que me quedo en casa, hale, no salgo.


 Cómo no voy a hacerle una foto al cielo si se pone así el día 3.


Autorretrato del día 4 yendo donde siempre.


Y el 5 llovió.


y siguió lloviendo y la corteza del plátano se puso casi morada el día 6. 


El día 7 corriendo a coger el metro, como en San Fermín.

  
 A ver quién es el guapo que va a apagar la luz... día 8


Me TIMARON el día 9 con las alcachofas!


El día diez revisando ropa... a la porra, si no me valen, no me valen, snif...
  
El 11, desganao. 


 En el callejón, día doce de marzo. 


 Amanece
y atardece el día trece, un frío! un aire! así estaba la atmósfera, limpia como una patena!

El día 14 un cielo impresionante se refleja en todas partes.


 Colorines en los matojos a mitad de mes, día 15.


 Vuelve a llover el día 16 y se empañan los cristales.


El conductor loco me lleva a toda pastilla a Madrid el día 17, voy cagadito. 

 El día 18 soltaron a todos los padres y se vinieron a aparcar debajo de casa...
así que cerré la ventana y les hice a todos un yuyu, con mi esqueleto de la suerte.


Aunque parezcan las montañas himalayas todas nevadas vistas a nueve mil metros de altura, en realidad es la corteza de un ¿abedul? que se me puso delante el día 19 de marzo.


Me bajo del bus y zas! la preprimavera me ataca con este rompedor y jugoso floreado, está llegando aunque aún es 20.


Qué os decía! ... el sol asoma el día 21


 y el 22 me maravilla como ilumina la hierba 

Tanto que me doy la vuelta y le hago un retrato de cara. La primavera está aquí, se nota...


El 23 creo yo que me quedo en casa y se me olvida hacer la foto del día y cuando miro por la ventana pues esto es lo que veo, no es de noche aún, es la hora mágica de los faroles ardientes.


Aunque ensimismado está guapísimo mi vecino ¿verdad? pues es el domingo 24.



 El 25 vuelve a llover y se nos calan los bajos.


Juro que había por lo menos tres pájaros pero no hay modo de encontrarlos, es el 26 de marzo.


 Llueve que te llueve el 27, hasta que los cielos se vienen al suelo.

Y el 28 me lío a pintar, lo odio!


Cuidado con las caídas tontas, que todavía llueve y ya estamos a 29.

 Florecillas del día treinta.


Al llegar a casa de comprar el pan me ha gustado este sol que iluminaba los muros. Bonita foto para terminar el último día de marzo, aunque luego ha estado cayendo 'la del pulpo', ya digo, caótico marzo.
 

  
 

lunes, 18 de marzo de 2013

EL AMANTE DE LA NATURALEZA


Mi abuela deshojó una rosa y repartió con delicado temblor los pétalos uno por uno entre las páginas de su misal. Yo era muy pequeño y cualquier detalle me causaba asombro, pero aquello me pareció de lo más natural y aún más, cuando me explicó que de ese modo la flor nunca moriría y que su fragancia impregnaría las hojas del libro.

-Con el tiempo –siguió- cuando ya no te acuerdes de que la habías puesto allí, volverás a coger el libro y, al abrirlo, el aroma y los pétalos te hablarán en su mudo idioma de aquel momento pasado que también habrá empapado las páginas-.
Entonces me llevó a su habitación y de una pequeña estantería fue sacando libros viejos de pastas oscuras que encerraban multitud de ellos de colores ya desvaídos. En cada libro guardaba una historia y un recuerdo. 

Los pétalos me fascinaron, me pasé todo el día siguiente metido en su cuarto oliéndolos y observándolos. Algunos aún se mantenían sedosos aunque la mayoría estaban apergaminados, frágiles y quebradizos. Los miré al contraluz de la ventana y pude admirar las intricadas redes de nervaduras con las que la naturaleza los había delineado. Sentí, quizás por primera vez, el placer que me produjo la contemplación de algo bello y minúsculo.



Mi interés desde entonces por la vegetación fue en aumento y me quedaba absorto mirando desde una diminuta semilla hasta los árboles más desmesurados. La geometría repetitiva de casi todas las plantas, la simetría radiada de las corolas de las flores, la multitud de tonalidades y los cambios que las estaciones les producían me maravillaban. 


Empecé a atiborrar las enciclopedias y los más gruesos tomos de casa con todo tipo de hojas, flores, pequeños brotes y, como mi abuela, con algunas historias y recuerdos. Me acostumbré a llevar, fuera donde fuese, un libro en el que aplastaba los trofeos que furtivamente recolectaba de parques y jardines. Mis ojos, que se habían hecho expertos descubridores de nuevas formas y colores, me llevaban de acá para allá en un vaivén continuo. Y también me acostumbré a disfrutar de los paseos, que convertí en expediciones de busca y captura de tesoros naturales y espléndidos.




                                  

 

                                                                                         
Hace poco, un día de finales de mayo, una amiga que conocía mi pasión por las plantas, me habló de un parque en el que un camino flanqueado de cerezos japoneses llevaba hasta una pequeña pradera. Allí habían plantado unos arbustos preciosos –me dijo- con unas hojas rojas increíbles. No necesité más que eso para decidirme a dar un paseo a mediodía. Localicé con facilidad el camino gracias a los tonos burdeos de los cerezos y por fin llegué a la pradera de los arbustos. El sol estaba casi vertical y hacía bastante calor. Las hojas de los matojos se veían rojizas a lo lejos y se tornaban de un fucsia más llamativo allí donde el sol las iluminaba, pero descubrí con decepción que, en la sombra, su color enmudecía hacia un marrón pardusco no demasiado atractivo y, desgraciadamente, no podía capturar la luz del sol entre las páginas de mi libro. Aún así cogí unas cuantas hojas y las puse dentro. 
 

En los arbustos crecían también unos mullidos penachos formados por multitud de tallos tan finos como filamentos que daban la impresión visual de estar difuminados. Se asemejaban asombrosamente a unas imágenes fractales calculadas por ordenador que un amigo me había enseñado unos días atrás.




Al enfocar la vista en uno de ellos para tratar de verlo con más detenimiento, me sorprendí porque en realidad había enfocado, entre los filamentos, la figura de un hombre que estaba al otro lado de la pradera. Se había sentado al sol sobre la hierba y tenía el torso desnudo. Era algo musculoso y moreno, un deportista, pensé. Por no parecer impertinente rodeé el matorral y puse de nuevo atención en los penachos, dudando si coger o no uno de ellos para mi colección, pero enseguida la curiosidad me hizo mirar al hombre otra vez. Tendría unos treinta años y no se había percatado de mi presencia. Hacía movimientos acompasados con los brazos, un ejercicio para fortalecer los músculos. Continué dando vueltas al arbusto intentando no mirarle pero mi curiosidad se imponía irrresistible.


 Durante un instante que miró a izquierda y derecha hice ademán de girarme pues creí que me veía, pero siguió con su mecánico movimiento cada vez más acelerado. Entornaba los ojos y hacía alguna mueca con la boca, los músculos del brazo se tensaban vigorosos y su cara brillaba de sudor. Cuando el ritmo se hizo frenético no me cabía duda de que se estaba masturbando. Me sentía excitado y tremendamente indiscreto, pero no quería perderme el final. Debió sentir próximo el orgasmo, pues giró de nuevo su cabeza hacia ambos lados para comprobar que no pasaba nadie. Yo seguía detrás del arbusto y pude ver cómo su cuerpo se sacudía, se estiraba en éxtasis hacia arriba y, por fin, inclinándolo hacia delante, dejaba fluir su semen como un amante sobre el césped.  



Ya relajado se compuso el pantalón corto de deporte, se incorporó respirando profundamente y empezó  a correr en mi dirección. Entonces me vio. Yo di un torpe paso en un camino inexistente, aunque estaba casi paralizado de vergüenza.  Él se dio cuenta de mi azoramiento y consciente de haber tenido un espectador, se azoró a su vez y dudó de qué camino tomar, aminorando el ritmo. Pero siguió corriendo hacia mi. En unos segundos, al pasar a mi lado casi rozándome, cogió uno de los penachos del arbusto y siguió corriendo con él en la mano hasta que le perdí de vista.





Seguí inmóvil unos instantes y sentí la tentación de correr tras él porque algo en su mirada al acercarse me reclamó, igual que el portento reticulado que se llevaba. Me quedé dando vueltas a la idea de que aquel hombre, aquel amante de la naturaleza, podría ser, quizás, algo más que un recuerdo repartido entre las páginas de mi libro más íntimo, si es que me animaba a caminar para alcanzarle.

Continuará...