sábado, 9 de noviembre de 2013

POR EL BARRIO


Me propuso un amigo escribir sobre el barrio de Carabanchel para acompañar a unas fotos que había hecho durante el verano. Así lo hice y esto es lo que resultó: 



Por el barrio.

  

Los pies me dolían cada noche al acompañar a casa a Víktor, un novio que tuve y que se empeñaba en que al nombrarle, la k estuviera muy, muy bien pronunciada. Era un chico cubano con ínfulas pero sin papeles, atado para subsistir a una oscura historia de la que yo nada lograba entrever. Volvía después a casa por la Avenida de los Poblados, por la acera de enfrente de donde antes estaba la cárcel de Carabanchel. 

 




Una de esas noches, iba llorando a causa de toda aquella oscuridad victoriana, unas lágrimas que se hacían eco también de las pintadas en la valla del solar que fue la prisión, pintadas reivindicativas y de recuerdo por todas las reclusiones injustas, dibujos de palomas picassianas volando en libertad, lágrimas junto a los nombres... Me dolían los pies hinchados por el calor de agosto y por el que almacenaba el cemento de la acera, que lo dejaba escapar ahora, cuando ya se notaba algo de fresco a la altura del rostro.






A esa hora, escondido ya el sol los viandantes proliferaban rondando el barrio. Muchos de ellos salían de  estrechas calles y se dirigían al Parque de las Cruces para aliviarse de las aceras pisando la hierba. Y otros tantos iban a hacer cola temprana a las dependencias policiales situadas frente al descampado de la prisión. Eran otros extranjeros buscando salidas, legalidad, todos ellos arrastrando la vida, como yo misma cuando el calor lo permitía. Mis lágrimas globales lo iban subrayando todo. 

 




Las señoras que de mañana hacían ejercicio yendo y viniendo por el parque, habían cambiado sus zapatillas blancas de deporte por unas sandalias y charlaban sin parar de abanicarse sentadas en alguna terraza y era de agradecer el sonido de las voces, los chasquidos y golpes de los abanicos, las risas que reverberaban en el silencio nocturno. Más tranquila y contagiada por ellas, seguí caminando disfrutando de todo aquello que se me ofrecía a la vista, preguntándome cómo sería el vivir de toda esa gente que deambulaba como yo misma por el barrio. 


 











Al llegar a la  calle General Ricardos, pensé en coger un autobús que me llevara hasta Oporto. Estaba cansada y pensaba sentarme en la marquesina de la parada cuando me di cuenta de que ya estaba ocupada por una pareja de chicos jóvenes.

– Soy el espejo de tus deseos – le decía al chico una adolescente lolita, pasmosamente guapa y sensual, que parecía recién salida de la caja de regalo de un sex shop. Él también era perfecto como un atlante, debía encarnar los sueños de ella y los míos propios. La chica tenía extendidas las piernas sobre el banco de la marquesina con los pies descalzos, una maja callejera que acariciaba con su dedo lujurioso la cabeza de un gato ambarino que asomaba de una caja de zapatos llena de enormes agujeros. Él estaba de pie, aguantaba la gravedad y el tirón de la sonrisa de ella y empujaba con la punta de la lengua un aro ensartado en mitad de su labio inferior.

– Pues no les tengas miedo – contestó.



 




Entonces ella se incorporó y calzándose unas rotas zapatillas de tela  le hizo una seña al chico para que mirara sus pies. Yo miré igualmente y la visión abrió un abismo en mi cabeza, todo lo que veía quedó distorsionado por el simple hecho de que se había puesto las zapatillas intercambiadas, era una imagen brutalmente transgresora. Ellos disfrutaban y reían de aquel sencillo juego en el que yo no conseguía entrar, igual que no conseguía imaginar las vidas de los que caminábamos por las aceras del barrio en la anochecida. 

 



Me acordé entonces de un regalo que me había traído una amiga a su regreso de algún país asiático. En papel de arroz estaba escrito en caracteres que yo creía chinos mi nombre y la palabra fortuna o felicidad o algo así. Durante años lo tuve enmarcado y colgado en la pared. Un día que invité a algunos amigos a comer, uno de ellos vino acompañado de una novia japonesa. La chica estuvo mirando el cuadro durante toda la comida, hasta que no pudo aguantar más, se levantó impetuosamente y le dio la vuelta. Luego me dijo que estaba del revés.



Madrid, septiembre 2013


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