miércoles, 14 de septiembre de 2011

QUÉ ANIMALES! O CIENCIAS NATURALES 2


Ahí está la Lola. Cuando unos queridos amigos a los que visito puntualmente cada año, me dijeron que habían recogido a un chucho abandonado y ‘salvaje’, poco podíamos imaginar ni ellos ni yo, que aquel chucho acabaría luciendo ese porte casi majestuoso de la foto y, sobre todo, hacerse querer por su alegría constante, su carácter cariñoso y su afán por agradar.
Cuando la conocí, un verano, mis amigos iban a sus trabajos por la mañana y yo me quedaba tranquilamente en la casa con ella. Me sentaba en una mesa del pequeño jardín de la entrada, con un café y un libro. Lola se tumbaba a dormitar en el suelo a pocos metros de donde yo estaba. De vez en cuando yo levantaba la vista del libro y la miraba, entonces ella, como si le pitase un dispositivo interno, me descubría y movía el rabo dando contundentes golpes en el suelo, sólo porque yo la miraba. Si me levantaba para ir a por un vaso de agua al interior de la casa, ella me acompañaba encantada azotando ruidosamente con el rabo cuanto mueble se le ponía por el camino. Era tal el ruido de los golpes que asestaba con el rabo, en los sólidos quicios de las puertas, en las patas de las mesas, que yo me admiraba de que no aullase de dolor… adorable Lola.

Tuvo, años después, varios hijos.  Lo que mis amigos y el veterinario confundieron con una extraña enfermedad fue en realidad un embarazo. En la casa, según me contaron, Lola los buscaba insistente intentando hacerse entender, yéndose por fin a echar a uno de sus rincones favoritos. Hasta que no parió el primer cachorro nada estuvo claro. ¡Menuda sorpresa!
Ya nos dejó, aunque dos de sus hijas siguen ahí para recordarla y son casi iguales que la madre, los tonos canela del pelaje, el porte y la cara. Pero aquél encantador carácter es irrepetible.

Las niñas y su prima más abajo, este mismo verano.



De mis recuerdos de animales, uno de los primeros fue un gato que tenía un conocido al que visitábamos en plena movida madrileña. Sólo se han quedado grabadas en mi cabeza las excursiones que hacíamos a su casa a pasar la tarde-noche. Se bebía, se fumaba y se escuchaba música, nos colocábamos en definitiva.  Y entonces comenzaba el espectáculo. Aquel gato, totalmente negro y estilizado, nos hacía flipar con sus movimientos elegantes y precisos cuando se subía a la estantería, sorteando libros, discos, copas y multitud de objetos hasta encontrar un lugar adecuado donde adoptar sus poses hipnotizantes. Desde allí nos miraba indolente, con esa superioridad que debían proporcionarle sus siete vidas.

Y hablando de gatos, os presento a Alicia, Ali para los amigos, ¡guapísima! ¿verdad?





Aunque no nos habían presentado formalmente, Alicia, al poco tiempo de haber coincidido en alguna fiesta con ella, sin arredrarse en absoluto por mi tamaño, sino, intuyo, todo lo contrario, en una ocasión se encaramó de un salto desde el suelo hasta mi hombro, maulló un par de veces y su dueño acudiendo a la llamada, me pidió que me acercara hasta un armario que estaba junto a la pared. Ali, de otro salto, se coló en el maletero de arriba del todo que tenía la puerta abierta.  Esto se repitió en tres ocasiones y yo me quedaba estupefacto. Era su sitio preferido, en las alturas.
Ya no está entre nosotros y apenas tuvimos ocasiones para profundizar en nuestra relación, pero me alegro de haberle servido al menos de trampolín.

Esto me lo encontré una mañana al abrir la ventana de mi habitación:


era una filigrana asombrosa prácticamente flotando en el aire. decidí dejarla como estaba, porque era una obra de arte.



Y no sólo por eso. Si, de paso, la araña tejedora me salvaguardaba de la entrada de posibles bichos en casa, mejor que mejor.
La lástima fue que apenas duró un par de días la minuciosa obra, estaba claro que no era el mejor lugar donde tender una red.

Termino ya con una anécdota de hace un par de meses. Si alguien saca alguna conclusión al respecto que me lo cuente.

Una vez más he de hablar de los medios de transporte, que son fuente inagotable de mis cuitas diarias.
Pues bien, ése día, a la salida del trabajo, estuve esperando la llegada del autobús sus buenos tres cuartos de hora. Un aburrimiento y un buen cabreo me estaba pillando. Miraba pasar los coches que se detenían cuando el semáforo que está al lado de la parada se ponía en rojo. Nada demasiado interesante como podréis imaginar, hasta que apareció una furgoneta conducida por, no sé cómo adjetivarlo, el tipo más guapo que se había cruzado conmigo en años. 
Como el semáforo se había cerrado, la furgoneta se detuvo por narices justo delante de las mías. El conductor, indescriptible de puro atractivo, estaba impávido y ajeno a lo que seguro era una irradiación de partículas atómicas taladrantes que partían de mis retinas. En la parte de atrás de la furgoneta iba un pastor alemán, a sus anchas. Como a Lola, se le disparó el mecanismo detector que hizo que el animal me mirara. Yo le miré también pero enseguida volví mis rayos hacia el tipo guapo, que seguía tal cual. Cuando el semáforo se abrió, la furgoneta comenzó a moverse, yo me quedé mirando como avanzaba lentamente hasta que en lugar del conductor era el perro quien estaba frente a mí. Este me miró, yo le miré, la furgoneta seguía acelerando y el perro, a la misma velocidad que se alejaba el vehículo,  fue girando su cabeza para seguir viéndome, hasta que el coche que iba detrás se interpuso entre nuestras miradas y sacándome de aquel idilio surreal.  



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